Aviso

Las entradas de este blog que no fueran relatos han sido movidas a mi otro blog. Fantasmas de Plutón queda entonces sólo como blog para la creación literaria.

sábado, 13 de junio de 2015

En el pueblo


Se había levantado pronto, como cada mañana, aunque no tan pronto como cuando era joven. Ahora, aunque su cabeza no necesitaba de tanto sueño, sus huesos le demandaban unos minutos más entre las sábanas. Tampoco es que tuviera prisa, nadie lo esperaba. Hacía años que el pueblo había quedado desierto, bueno, tampoco tan desierto, aún quedaba él.


El último en marchar fue Mariano, que lo dejó con el pesado del Basilio, ¡cómo hablaba ese hombre! Y sobre todo ¡cuánto hablaba! Desde que empezó a irse todo el mundo su pueblo era tranquilo, nunca pasaba nada que no hubiera sucedido el día anterior, pero Basilio siempre tenía algo que decir, siempre alguna historia repetida una y mil veces salía de sus labios y siempre repetía que su hija, la Rosa, vendría a buscarlo. Vivía en un país extranjero, de África, no sabía el nombre, era algo como de una película, Tarzania o algo así, hacía de médico para una de esas oenegés. El Basilio estaba muy orgulloso, “ayuda a todo el mundo, allí la quieren mucho, cuida a los que están peor que nosotros, porque, ¿sabes?, algunos están peor que nosotros” y él, con la boca cerrada, no dejaba de pensar “¿y a ti quien te cuida?”. Hasta que un día, dos años hace ya, su corazón dijo que no esperaba más para conocer a su nieta, que si eso ya se verían cuando ella lo visitara en el otro sitio...

Se vistió y desayunó: dos magdalenas y leche empaquetada en un cartón, leche aguada, pero hacía tiempo que sus manos no le permitían cuidar vacas, demasiada artrosis y demasiado reúma. Se encasquetó la boina y cogió el bastón en dirección al poyo de la plaza. Allí esperaba al Antonio. Antonio era hijo del Matías, tenía una tienda dos pueblos más abajo y le llevaba la comida, los suministros decía, una vez por semana. No le cobraba de más y le hacía compañía una mañana entera, era un buen chico, quizá por eso no había tenido suerte con la Maruja, su mujer. Un día volvió a casa porque necesitaba unos papeles de la tienda y se la encontró encamada con dos tipos, uno era amigo suyo, de la mili, el otro era un cliente de la tienda, habitual, que cada vez que entraba le pedía una barra de pan mientras no dejaba de reírse. No se pelearon, no hubo gritos, él hizo la maleta y se fue. Lo sabe porque por aquel entonces una de las vecinas era amiga de la Fina su mujer, y en una visita al pueblo se lo contó. Fue el último verano de la Fina, el primero de septiembre la enterraba. Antonio vino al entierro pero no le dijo nada, chafardeos de vieja, no quería hacer sufrir al chaval.



En el pueblo

Sentado en la plaza el sol empezó a calentarlo y de pronto recordó las verbenas de cuando era joven. La plaza engalanada con banderolas y bombillas de colores mientras una banda amenizaba la fiesta. La juventud del pueblo bailaba bajo la mirada de las monjas que no permitían que nadie se arrimara más de la cuenta. Los hombres estaban en las mesas que el Aurelio sacaba a la calle. Aurelio era el de la tasca. Las mujeres se sentaban aparte, para hablar de sus cosas. En un estrado estaban las autoridades, el alcalde, el cura y el capitán del cuartelillo junto a las familias más significadas y al lado un retrato de Franco presidiendo. Delante estaban las viudas de guerra, todas de negro riguroso, no estaban todas, faltaban las de un bando, pero en aquella época no se podía decir y él, como la mayoría, no quería meterse en líos. Recuerda, con los ojos cerrados, una noche en concreto: llegaba él con la cuadrilla, alguno más entonado que el resto y la vio. La vio reírse con sus amigas y pensó que era la chica más hermosa del mundo. No tuvo arrestos para acercarse el primer día. Pero el segundo ella se acercó ”Hola, no paras de mirarme, ¿pasa algo?” Quiso decirle que “Tú para mí”, pero las palabras no salieron. Supo enseguida que se había puesto rojo, negó con la cabeza y ella le preguntó por Roberto. Roberto era el chico envidiado del pueblo, era pobre como todos pero con un porte estupendo, siempre tenía chicas revoloteando alrededor, rara era la verbena en la que no terminaba tumbado con alguna en alguna zanja. Creyó entonces que no tenía nada que hacer, si ella quería ir con Roberto él no tenía más que ofrecer, debió notársele porque entonces ella añadió que quien quería conocerlo era su amiga Irene, respiró y los presentó, él no le hizo mucho caso porque ya tenía medio enfilada a la Remedios. En mala hora lo hizo, era de otro pueblo y ninguno sabíamos que su padre era el sargento de la Guardia Civil, como tampoco sabíamos que esa noche estaba de ronda por su término municipal y que le gustaba mirar en las zanjas por si encontraba amantes furtivos. Casi le pega un tiro. En menos de una semana boda. Pobre chica él estaba amargado por el matrimonio y se dejaba la soldada en bebida y putas, luego a ella la encorría culpándola de sus desgracias. Todo el pueblo lo sabía, pero entonces era algo normal en los pueblos de la comarca y nadie hablaba.

Antonio llega tarde, ¿no debería estar aquí? No lleva reloj y el de la iglesia hace mucho que no funciona.


Con la Fina tuvieron dos hijos, no eran los más buenos ni los más listos pero eran sus hijos y aún los veía correr por las calles. Serafín, el mayor persiguiendo perros con alguna piedra en la mano; Manolo, el pequeño persiguiendo chicas a las que levantar la falda. Serafín era un zote, bruto como él, no tenía trece que ya estaba en el campo llevando aperos y aprendiendo el oficio. Manolo en cambio era vivo como una perdiz, quería ir a la universidad. En esos tiempos pocos se podían permitir llevar al chico a la capital, y mucho menos mantenerlo durante el tiempo que estuviera estudiando, pero se las arregló y no le faltó nunca ropa, comida ni algunas pesetas que llevar al bolsillo. Ahora estaba en Alemania diseñando coches. Recuerda cuando volvió al pueblo al terminar la carrera, “el ingeniero” lo llamaban todos como si fuera una burla, pero veía en sus ojos la admiración, el saber que él se iría del pueblo antes que tarde, y se iría a una vida mucho mejor. Serafín trabajaba como un mulo pero el campo no era lo suyo. Cuando se fue su hermano estuvo pensando mucho. Pensó hasta que se decidió, quería probar suerte, se fue a la ciudad, llegó a encargado en la fábrica de papel, no le iba mal hasta el accidente. Una máquina lo aplastó. Nunca había visto tan desconsolada a la Fina. Empezó a apagarse, y el pueblo le pareció de golpe más pequeño y más vacío sin sus hijos… y luego sin su Fina.

El sol empezó a apretar, ya estaba alto. Se secó los ojos, debía de haberse quedado dormido y Antonio no había llegado aún. Esperaba que no le hubiera pasado nada, la carretera era bastante mala y no eran infrecuentes los desprendimientos. Miró alrededor y escuchó, no vio ni oyó nada. Se miró las manos, le sobraban dedos de una de ellas para contar las veces que había salido del pueblo y no quería otra. Pensó que había nacido en su casa y en ella había vivido toda su vida, fue suya al morir sus padres pero no sabía si su hijo la querría. El pueblo se estaba muriendo, sólo él lo mantenía, pero él ya era viejo, viejo y cansado. Cerró los ojos y suspiró, el mundo seguía girando hacia adelante, pero él ya hacía tiempo que se había apeado, quería quedarse en su mundo, su mundo que no cambiaba, su mundo con todo lo que conocía y quería.

 

Antonio llegó casi a la hora de comer, un pinchazo y una rueda rebelde tuvieron la culpa. Paró en la plaza y antes de bajar ya estaba hablando con él:

̶  ¡Anda que te vas a achicharrar con la boina al sol! ¡Vete a la sombra anda que te va a dar algo!

Pero él ya no lo escuchaba, estaba muy lejos, era joven de nuevo y estaba en su pueblo lleno de gente, de amigos, de familia… abrazaba a la Fina mientras los niños, pequeños de nuevo correteaban persiguiendo a perros y a chiquillas. El sol ya no quemaba y la verbena era cada día. Las monjas no estaban y el estrado estaba vacío. Levantó la vista y miró. Lloraba. Lloraba y por primera vez en muchos años sonreía, sonreía y se reía.