Aquel día estaban sacando los muebles viejos que no usarían y haciendo recuento de lo que se debería arreglar. De armarios sacaron los cacharros más inverosímiles junto a juguetes infantiles pasados de moda hacía mucho tiempo. En una caja iba a parar lo que acabaría en el contenedor, y en otra lo que quizá se pudiera vender. La sorpresa vino al encontrar un gran armario cerrado con llave.
- Cariño, dame el juego de llaves que te ha dado el de la inmobiliaria...
- ¿Qué ocurre?
- Nada, que no encuentro las llaves de este armario y pensaba que quizá estuvieran con las de la casa...
El encargado de la inmobiliaria les había dado un antiguo llavero con casi una docena de llaves de las antiguas, de esas de vástago y dientes ennegrecidas por el tiempo y el óxido. Las revisaron todas y ninguna encajaba en la pequeña cerradura.
- Tampoco nos gusta mucho este armario, ¿verdad?
- La verdad es que es un poco feo, ¿por...?
Sin mediar palabra él cogió una palanca de la caja de herramientas que habían traído por si las moscas. La introdujo en la ranura entre las dos hojas del susodicho armario y tiró. Las puertas no se movieron, tiró con más fuerza y oyeron un crujido, como un lamento que sonaba por toda la estancia. Cuanto más tiraba él más crujidos y ruidos se iban sumando al lamento inicial. Descansó, tomó aire y decidió cambiar la posición, ahora empujaba el retorcido hierro rojo hasta que, con una sacudida, la puerta se abrió con un golpe sordo que retumbó por todo el edificio. Miró la madera astillada y se giró hacia su mujer:
- Habían clavado la hoja, y no con pocos clavos...
- ¿Y para qué lo habrían hecho? - se acercó mientras él abría la otra hoja
- Evidentemente para que no se pudiera coger lo que hay dentro. - y mientras decía esto sacó un bote de cristal con un líquido amarillento y lo que parecía una rana a medio descomponer en su interior.
Revisaron el interior en busca del motivo por el que alguien clavara las puertas de tan recio mueble. Lo que salió les convenció de que quien fuera que lo hubiera clavado quería mantener las manos lejos de aquellos objetos, pero a la vez no se quería desprender de ellos.
- ¿Esto qué es?
- Si no me equivoco parece un cilicio... se usaba para mortificarse... y estas manchas... debe ser sangre del dueño.
- Qué asco, lo voy a tirar...
- Llévate esto también... - y le dio mas botes de cristal con criaturas inidentificables en su interior.
También salieron libros, la mayoría en latín, antiguos, con tapas de cuero. Uno estaba escrito en lo que parecían runas y otro, de raída tapa aterciopelada, se titulaba "Salmos de San Gregorio" con una suerte de rituales y pócimas descritos en su interior. También crucifijos de todos los tamaños, cajitas con huesos diminutos en su interior y una colección de patas de animales completamente secas. Del estante superior sólo salió un objeto, una extraña figura, grotesca, como un monstruo alado y con un brazo levantado, parecía un diablo salido de una pesadilla.
- Es horrible.
- Pues a mi me gusta.
- ¿Te lo vas a quedar? - dijo ella mientras él lo ponía encima de la mesa del estudio - me da escalofríos...
- Es sólo una figura...
- No me gustan sus ojos, parece que me están mirando...
Aquel fue el último día que coincidieron en la casa, cambios en los respectivos trabajos impidieron seguir a la vez con la limpieza conjunta por lo que tuvieron que conformarse con ir alternadamente, algo que a ello no le gustaba lo más mínimo.
La limpieza parecía no avanzar y mientras las obras no modernizaran el edificio aquello seguí pareciendo una casucha vieja y abandonada. La casa crujía y se movía y estaba llena de ruidos que parecían venir de todas partes y de ninguna. "Es una casa antigua, es normal que haga ruidos raros, no pasa nada", se lo repetía una y otra vez, pero algo en su interior no se lo creía. Para colmo él había colocado la estatuílla del demonio en el mueble que había en el centro del recibidor así, cada vez que ella llegaba aquella cosa parecía darle la bienvenida para recordarle que esa esa su casa. Cada día le costaba un poquito más enfrentarse a la casa ella sola, sobre todo porque habían encontrado dos armaritos más llenos de amuletos y reliquias que se iban amontonando en la gran mesa del salón, no sabía por qué, pero él los guardaba todos.
Ella tenía miedo pero se sobreponía, intentaba ir cada día un par de horas, y un día pasó lo que su instinto le decía que pasaría... no había nadie en la casa, pero no estaba sola.
Cuando entró no se dio cuenta, pero en seguida notó un olor raro en el ambiente, perfume, pero extraño, junto a un olor rancio, de polvo seco y hojas muertas, un olor indescriptible, desagradable, y luego oyó el chirrido, era rítmico y venía de arriba. Se armó de valor y subió las amplias escaleras mientras la camisa se le pegaba a la espalda con un sudor frío y se oía jadear mientras le empezaba a costar respirar.
Arriba el chirrido era infernal y venía de todas las paredes, la rodeaba y gritó. No tuvo más remedio que gritar. Gritó como nunca lo había hecho y sólo al quedarse sin aire se dio cuenta de que el chirrido no se oía, ahora eran murmullos, palabras que no entendía y que venían de algún sitio por encima de su cabeza, ¡pero la casa no tenía más pisos! de golpe pasos, desde su izquierda, o eso creía, pasos que se acercaban a ella, luego ruidos amortiguados, iban y venían, iban y venían, no sabía qué hacer, no se podía mover hasta que oyó unos goznes oxidados, venían del estudio, pero la puerta estaba abierta y no se movía y dentro no había ninguna puerta más... y las ventanas estaban cerradas... cuando lo vio, mirándola. Ése demonio, esa estatua estaba ahora encima de la mesa, mirándola con esos ojos de piedra, ahogó un grito que se transformó en pánico cuando, desde el estudio, una voz mohosa pronunció su nombre entre estertores. Fue entonces cuando el paroxismo de su pánico llegó al cénit y, al girarse para escapar de aquella pesadilla tropezó con una caja y cayó por el balcón de la escalera al piso inferior. No sintió nada cuando su cuello se rompió contra uno de los escalones, y sus ojos sin vida no vieron a la figura que se asomaba al balcón tras verla caer.
Él no supo cómo reaccionar, tosiendo aún y con la garganta seca por el polvo de la escalerilla interior no podía apartar la mirada de su mujer, en la escalera y en una posición imposible. Aún no había reaccionado cuando una mano se posó en su hombro, su compañera de trabajo, con la blusa a medio abotonar lo miraba con cara de terror sin saber cómo reaccionar ni qué hacer. Hacía toda una vida desde que, un par de horas antes tontearon y él le propuso ir a la casa nueva, su mujer no iba a ir hoy, quería enseñarle una entrada camuflada que había descubierto. Conducía a un desván con una cama aún funcional, los muelles sonaban, pero la casa estaría vacía y seria diferente al hotel de siempre donde el conserje los miraba y sonreía bajo el bigote. Ya no recordaba la gracia que le había hecho la figurita de la entrada, la del dios alado y como, casi sin querer, la había llevado hasta el estudio. Su vida, ahora, había empezado cuando un grito desgarrador los había interrumpido, cuando él quiso quedarse arriba y ella lo convenció para bajar a ver qué había pasado, que su mujer lo podía necesitar, hablaban dando vueltas por la habitación. Pero no era consciente de haber bajado tras él, ni de haber corrido al ver que él lo hacía y tampoco recordaba haber mirado hacia abajo sin ver nada pero sabiendo lo que iba a encontrar. Estaba aterrada, inmóvil, con el peso de toda la culpa y no miró ni por un momento a la estatuílla. Quizá si la hubiera mirado, le habría parecido que parecía sonreír un poquito más.
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