Era uno de aquellos sábados normales en familia. Mañana remoloneando en casa y tarde de compras en centro comercial.
Después de la consabida visita en el hipermercado me tocó ir al coche a guardar toda la compra mientras mi mujer se dirigía a la planta superior con el mayor de nuestros hijos ya que era imperativo revisar su colección de zapatillas de deporte que amenazaba con quedar desierta. El pequeño estaba bien dormido sobre el carro de la compra, era uno de estos adaptados para poder llevar sin problemas a bebés mientras dilapidas tu sueldo en objetos de consumo que quizá no necesites.
Guardada en el maletero la mitad de mi sueldo convertida en alimentos perecederos dejé el carro en la zona habilitada para ello y cargué con el niño a cuestas. decidí no coger el carrito para que no se durmiera antes de poder engullir la merienda que mi mujer había preparado. Entré de nuevo al centro comercial y me dirigía de nuevo al encuentro de la otra mitad familiar cuando me sentí ciertamente extraño... Enfilaba las escaleras mecánicas con mi hijo a cuestas. Las escaleras eran colindantes a la amplia plaza central donde las tres plantas comerciales en un día normal respiraban y hoy mostraban el bullicio desmesurado propio de un sábado de rebajas.
Como decía me sentía extraño, pero no era nada físico, era una especie de desconexión, un rum rum en la cabeza, esa sensación que es como si acabaras de aparecer en un sitio extraño. Estaba ya en el segundo tramo de escaleras cuando me asaltó la idea. La idea no era mía. Me explico, fue como una revelación, como si mi voz interior intentara convencerme de algo que veía con total nitidez.
- Si tiro a mi hijo hacia abajo, no pasa nada... Puedo hacerlo, es muy fácil... Lo lanzo y sigo adelante... A quién le importa... Podría hacerlo, no costaría nada
¡Realmente lo estaba pensando! No era una idea que me pareciera descabellada, ¡lo estaba valorando! Y eso fue lo que encendió todas las alarmas. ¿De verdad me plantaba lanzar a mi hijo de meses desde un segundo piso hacia una plaza atestada de transeúntes?
Sacudí la cabeza, deseché la idea... pero seguía ahí, una vocecita me decía "Hazlo, no pasa nada, es taaan fáaacil". Tuve que sobreponerme a ello la curiosidad del "a ver qué pasa" casi me convence. Hice acopio de aplomo y terminé de subir las fatídicas escaleras para dirigirme a la zapatería donde mi esposa bregaba con los deseos infantiles de nuestro vástago mayor.
No compramos sólo zapatillas ese día. Un chándal, dos libros y tres cd después nos dirigíamos al coche mientras a mí se me había olvidado completamente el episodio de las escaleras. Pero al llegar a la plaza central no pudimos pasar, la policía había cerrado la zona. "¿Qué ha pasado?" preguntamos.
- Uno que ha tirado a su hijo desde uno de los balcones...
- ¿Cómo se puede ser tan...?
- Se ha tenido que volver loco... un niño tan pequeño...
- Le he oído decir que oía voces. Una le ha dicho que lo hiciera.
- Ya lo he dicho, hay que estar majareta para hacer algo así, esta gente debería estar encerrada.
Y mientras trataba de disimular mi sudor frío y recuperar el color se oyó un grito en multitud de gargantas, un chillido y un golpe sordo.
- ¡Joder! ¡Han tirado a otro!
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